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Historia 27 ene 2017

Breve Historia de BBVA (VI): el 'crac' del 29 y la II República española

La imagen de apertura muestra a Indalecio Prieto, ministro del gobierno de Azaña, durante un mitin en la plaza de toros de Vista Alegre de Bilbao el 9 de abril de 1933.

La Gran Depresión norteamericana de 1929 conllevó no pocos problemas económicos en España. Si bien estos se dieron en menor medida que en otros países europeos, tuvieron consecuencias directas en la caída de la Dictadura de Primo de Rivera y en el posterior discurrir de la nueva época que iba a vivir España: la Segunda República.

Lartaun de Azumendi (Colaborador externo)

La Segunda República, al igual que el último tramo del anterior periodo autárquico, se vio marcado por el contagio del contexto internacional europeo. Pese a ello, es obligado destacar que España era un país atrasado en comparación con sus vecinos continentales. Sirva como ejemplo el hecho de que al comienzo de los años 40, el 45% de la población vivía de la agricultura. El peso del trabajo en el campo era tan decisivo en el país que el PIB despendía en gran medida de que la cosecha fuera buena o mala.

Afortunadamente, la agricultura y los servicios salvaron a España de que la crisis llegada desde el otro lado del charco no resultara tan perversa como en gran parte del Viejo Continente. La construcción y la industria, sin embargo, acusaron el golpe. Por su parte, el sector financiero no sufrió tanto como habría cabido esperarse gracias en buena parte a que comparativamente, la industria bancaria no estaba tan modernizada. Las exiguas operaciones internacionales de la banca nacional y el reducido peso de sus inversiones en la industria hicieron que el contagio europeo no dejara una gran huella en el sector en España. De hecho, solamente el Banco de Cataluña se vio obligado a suspender pagos en 1931.

La España de Primo de Rivera trató por todos los medios de no devaluar la peseta a partir de 1928. Para ello se optó por una política monetaria restrictiva y así sostener la paridad y evitar, en la medida de lo posible, la fuga de divisas. El Banco de España subió los tipos de descuento comercial tanto en 1930 como en 1931, hecho que influyó en el agravamiento del estancamiento económico que se vivió en el señalado bienio. A partir de 1932, se reaccionó ante la evidencia del bache económico y los tipos se redujeron del 6,5% al 6%. Poco a poco se siguieron bajando hasta llegar al 5% de 1935. Un descenso quizá demasiado exiguo en comparación con el de otros países donde se impuso el dinero barato, sobre todo a raíz de la celebración en Londres de la Conferencia Económica Mundial de 1933 y de la publicación de ‘The means to prosperity’ por parte de Keynes.

Dado que España no estaba entre los países pertenecientes al patrón oro, las entradas de capital extranjero habían caído muy sustancialmente en el último lustro de la década de los 20. Este aspecto, unido a que el monto de inversiones industriales no era demasiado significativo, sirvió de protección para no caer de lleno en la zona de influencia derivada de la Gran Depresión de los EE.UU. Las entidades bancarias españolas gozaban de una buena salud contable debido a dos ingredientes aportados por los dirigentes de los bancos: una clara aversión al riesgo y la puesta en práctica de una rigurosa gestión de manual. El encaje de las entidades bancarias rozaba el 20% del importe de las cuentas corrientes, prueba irrefutable de que el coeficiente de liquidez del sector era alto.

La República no puede ser tomada como una época en la que desde la administración del Estado se pudieran llevar políticas económicas sencillas y de continuidad. La principal razón proviene de la composición tan heterogénea de los distintos gobiernos de coalición. La representación política española estaba particularmente atomizada y los diferentes pareceres existentes acaban llevando a los distintos responsables de la economía nacional a hacer un tanto la guerra por su cuenta ante la imposibilidad de contentar a todas las partes.

Billete de 10 pesetas de la Segunda República (1935)

Una parte de los dirigentes bancarios, de afección monárquica en su mayoría, no se sentía especialmente cómoda durante la Segunda República tal y como refleja el siguiente texto escrito por Pablo de Garnica, presidente de Banesto y de la Asociación de la Banca del Centro de España:

“Nuestra economía ha venido afectada en ejercicios pasados por un desequilibrio, causado en su mayor parte por el desarreglo y anormalidad jurídica de la vida política y social intensa, que ha determinado la paralización de las iniciativas y el desinteresamiento (sic) por los negocios de muchas personas y entidades, de lo que han sido inmediatas consecuencias la baja de la producción, la reserva o retirada de los capitales, el atesoramiento, la contracción del ahorro y, al fin, la terrible calamidad del paro, que alcanza no sólo al elemento obrero, sino también a las profesiones y actividades de otras clases sociales”.

Gobernantes republicanos de ideologías diversas pusieron de su parte para ofrecer tranquilidad a los dirigentes bancarios y financieros españoles pero la realidad trajo una imparable salida de capitales al extranjero, unos depósitos que se estancaron y un frenazo en el crecimiento de los beneficios de la industria bancaria que sí se habían ido incrementando en los años precedentes.

El ministerio de Indalecio Prieto sacó adelante una nueva Ley de Ordenación Bancaria que si bien no aportaría grandes novedades, situó en el Consejo del Banco de España –órgano que continuaba siendo de carácter privado– tres representantes designados por el Estado. Quizá el hito más reseñable que conllevaría la nueva ley fue que ese nuevo trío de consejeros serían economistas de reconocido prestigio iban a velar por la defensa del interés general. La nueva ley, de carácter más intervencionista, antecedió curiosamente a una corriente que en el mismo sentido se propagaría pronto por el todo el mundo.

Prieto también introdujo otro elemento restrictivo en el mundo bancario. Se impidió legalmente la apertura de una segunda sucursal en cualquier plaza, estableciendo un ratio de una oficina por cada 15.000 habitantes. Aun así, si ese ratio era superado, sería el Ministerio de Hacienda el único que podría autorizar una segunda oficina. La medida chocaba de frente con la competencia bancaria.

Sede del Banco de Vizcaya en Barcelona (1931)

Banco de Bilbao y Banco de Vizcaya

A finales de la Segunda República, en 1935, el Banco de Bilbao contaba con una red compuesta por 67 sucursales. El Banco estaba presente en las principales plazas del norte y el centro de España. Ciudades como Zaragoza, La Coruña, Santander, Pamplona, San Sebastián, Palencia o Zamora entre otras tenían una sucursal del banco bilbaíno. Además, Madrid, Barcelona o Valencia disponían asimismo de agencias de la entidad. Lo más llamativo es que en aquellos años 30, el Banco de Bilbao ya había abierto oficina en lugares más lejanos como Santa Cruz de Tenerife, Las Palmas de Gran Canaria y Melilla. De igual manera, hay que señalar que se comenzaba a tejer una suerte de grupo bancario con relaciones de distinta naturaleza con entidades tales como el Banco Castellano, el Banco Manchego, el Banco de La Coruña y el Banco Asturiano de Industria y Comercio.

Por su parte, el Banco de Vizcaya contaba ya con 134 oficinas entre sucursales y agencias, dando vivas muestras de que la banca vizcaína estaba haciendo correctamente los deberes, independientemente del momento económico de España. El Vizcaya lideraba también el principal trust del sector eléctrico del país. Durante la Segunda República, el Banco de Bilbao también se haría un importante hueco en el negocio gracias a las inversiones realizadas en los grandes saltos del Duero y que años después acabaría convirtiéndose en la archiconocida Iberduero (hoy Iberdrola).