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Ciudades sin barreras

Los seres humanos soñamos desde siempre con ciudades maravillosas. Las posibles y míticas como la llamada Lyonesse no lejos de las costas de Cornualles, aquella Cíbola situada en algún lugar del suroeste de Norteamérica o El Dorado, oculto en las selvas precolombinas. Seguramente detrás de estos sueños se encuentra la aspiración por encontrar un modelo de convivencia. Serían urbes muy a tono con la naturaleza en la que se encontraban. Y con jardines colgantes como los de la antigua Babilonia o enclaustradas en algún valle precioso como Machu Picchu, aunque estas últimas sí que existieron.

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Estos relatos apuntan a una serie de valores actuales y totalmente reales. Algunos, como el de la salud, están en la línea de los diecisiete objetivos del desarrollo sostenible, pero muchos otros no estarían dentro del marco de nuestros objetivos. Y algunos planteamientos no han mejorado a lo largo de la historia. Por ello hemos llegado a tener un Planeta inhóspito como ha señalado el periodista David Wallace.

Muchas de las leyendas citadinas están vinculadas a la idea de riqueza, la salud o la eterna juventud. En ellas la vida florece, ya sea por el clima, la situación geográfica o su exuberancia. Una vida mítica que bien puede iluminar hacia donde querríamos ir.

Las ciudades antiguas —las existentes y las imaginarias— se pensaron desde mecanismos defensivos. Castillos, murallas o fuertes navales así lo atestiguan. La protección era una parte fundamental de su estructura: eran ciudades cerradas.

En pleno siglo XXI las ciudades han de pensarse desde la apertura. El desafío es que esta accesibilidad sea ordenada y flexible. Más de la mitad de la población mundial vive en áreas urbanas. Y para el 2050 más del 68% lo hará. Por eso pensar en las ciudades abiertas es urgente. Esto implica —también— pensar en algunas de las razones de esta inflación citadina: el abandono del medio rural, la posibilidad de los desastres naturales, el bajo índice de la natalidad en los países más desarrollados o la contracción económica.

A las nociones de “ciudad global” definida por Saskia Sassen o las investigaciones del Globalization and World Cities Research Network hay que sumar la intención de una nueva ética, con renovados valores urbanos, adecuados además a cada ciudad pero con una urdimbre común.

Una ciudad abierta es una ciudad que aúna todas las miradas. Su diseño debe incluir las perspectivas femeninas, octogenarias, infantiles o el de las minorías étnicas. Y más aún, una ciudad abierta habría de pensarse en atención a la inclusión como bien señala la unidad de investigación del Banco Mundial.

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Se prevé que par el 2050 más del 68% vivirá en áreas urbanas.

Solo es posible la construcción de una ciudad abierta con la colaboración de sus habitantes. Un ánimo que ha de empezar en la hospitalidad y la solidaridad, pero que pasa —necesariamente— por el pago de los impuestos, el reciclaje y el respeto a las leyes. Y por supuesto, la valorización de la cultura propia y las innovaciones alrededor de ella.

La ciudad perfecta —si la hubiera— debería de estar diseñada contando con la diversidad de sus habitantes. Se ha partido siempre de una normalidad inexistente, porque quienes perfilaron las ciudades en el pasado han solido ser hombres con una mirada limitada por sus circunstancias. Hoy nuestras carreteras, casas y oficinas han de pensarse desde todas las perspectivas.

Hemos esbozado estructuras cerradas sin darnos cuenta: puertas tan pesadas que no pueden abrir los más débiles, botones a los que no alcanzan los más bajos, sillas de aviones donde no entran los más grandes. Nuestros diseños son discriminadores y no nos percatamos.

Pensar de forma abierta e inclusiva, no solo nos hace más solidarios, sino que nos capacita para ser empáticos, un valor crucial para los ciudadanos del futuro. Aunque lejos de una supuesta perfección Londres, París, Cambridge, Munich o Estocolmo son ejemplos de ciudades con proyectos inclusivos en Europa. Y hay que ser conscientes del papel de la inclusión en la recuperación económica de las ciudades, como lo demuestra un magnífico reporte del Urban Institute sobre ciudades norteamericanas como Augusta, Midland o Vancouver.

Esa apertura también habría de ser sincrónica con el medio ambiente, aprovechando de manera sostenible los recursos naturales. La Nueva Agenda Urbana de las Naciones Unidas es un llamamiento a una acción pendiente y necesaria en ese sentido.

Con cierta dificultad y mucha demora hemos empezado a dar pasos para que algunas urbes en desarrollo sean más abiertas e inclusivas. En Colombia, por ejemplo, la legislación nacional ha impulsado cambios importantes en ciudades como Medellín y Bogotá. Otros países como Chile, Sudáfrica, Brasil e Indonesia también han tomado determinaciones en ese sentido. Aunque para ello falta mucho todavía.

Nuestras calles son también recorridas por sillas de ruedas, transitadas gracias a muletas o piernas ortopédicas y exploradas por personas sin los medios suficientes para usar el transporte público. Las ciudades han de ser —cada vez— más de todos y cada uno. Las aceras habrían de cuidarse para ajustar los ángulos de las rampas, la altura de los bordillos, las zonas pedregosas, evitar los tramos resbaladizos.

Esto implica pensar en muchas más variables. Las luces que iluminan las calles no solo han de tener la medida de alguien con visión perfecta. Sino también para aquellos que no vemos tan claramente. Una señalética inclusiva debe ser capaz de indicar a todos. Códigos inteligentes que puedan ser leídos aunque tengamos vista cansada, degeneración macular o daltonismo. Las ciudades sin barreras tendrían que pensar sus habitantes y visitantes de manera digital. Un nuevo proyecto de GoogleMaps confirma esta preocupación.

Esta inclusión ha de ser múltiple: la espacial, la social y la económica. Y además la cultural. Porque una ciudad solo puede abrir sus puertas desde el conocimiento y la valoración de su identidad.